Cátedra, 2004
Esta fue la primer reseña que me animé a hacer para otro medio literario, allá por el 2008. Quizás no pude extraer todo lo que hubiera sido útil de una lectura inicial de semejante libro, mas me tomé la molestia de acompañarlo con una buena guía, elaborada por una reconocida escritora e instructora en Joyce del medio local que, si bien no pudo solucionar todos los problemas de interpretación que surgían, al menos permitió que la lectura fuera más fluida. Probablemente hoy no suscriba en parte con el estilo escogido, pero mantengo mis líneas respecto de su contenido.
Introducción
No tengo muy presente qué motivó la lectura de este texto, considerado por la crítica como “la” novela del Siglo XX, “el libro que todo buen lector no debiera dejar de leer”. Hasta me suena a que hay un club de lectores o algo así que se intitula “Yo no leí a Joyce, ¿y qué?”. Pudo haber sido el tedio de tener que convalecer de una cirugía, unido al aspecto voluminoso de la versión en mi poder, lo que me incitó a la ardua tarea de acometer su lectura. Total… otra cosa no se podía hacer.
No pasaron más de unos segundos entre abrir la edición de Cátedra y la aparición de la desesperanza, al advertir la necesidad de haber leído con antelación otras obras del propio escritor, como “Dublineses” y “Retrato del artista adolescente” y, por supuesto, el poema épico de Homero donde se narran las aventuras de Odiseo. Obras que, por supuesto, no había leído.
No obstante, haciendo gala de mi naturaleza obstinada, y “rechiflado en mi tristeza”, me aventuré a adentrarme en el texto con el objeto de, al menos, tomar un primer contacto e intentar una prístina aproximación a la obra.
La misma, es una recreación del poema homérico en la que se respeta la secuencia de los capítulos, pero en lugar de relatar las desventuras del héroe, en este caso sólo se trata de “un día en la vida” de un par de personajes centrales, Leopold Bloom y Stephen Dedalus, que encarnan los roles de Odiseo y Telémaco respectivamente.
La obra
No pretendo hacer aquí un resumen del libro; sólo realizar comentarios de aquello que puede resultar significativo. Indudablemente, su autor tenía un dominio colosal sobre las obras de Shakespeare, Goethe, Dante, así como de la historia de la literatura inglesa, puesto que da sobradas muestras de ello en varios episodios o capítulos, y también de los dialectos de la plebe de su Irlanda natal.
Rescato de su lectura uno de los objetivos de la obra: el lenguaje y las palabras, no como medio de expresión sino como limitación. Toda palabra está constituida por sonidos que nos han sido impuestos, de los cuales es posible desconfiar, puesto que a través de la manipulación de las palabras se puede engañar y llevar a cabo acciones injustas. Es decir, por más que nos esforcemos en hallar el vocablo que mejor corresponda a nuestra descripción, o el estilo literario que mejor se adapte a nuestro sentir, nunca podremos alcanzar su exacta expresión a través de la lengua.
También plantea la irreversibilidad del pasado y la inevitabilidad del futuro. Nunca podremos volver atrás lo que ya vivimos, como tampoco podemos establecer con certeza qué nos depara el mañana. Somos conducidos como el barco del Odiseo, por capricho de los Dioses y totalmente a la deriva.
Conclusión
Lo que más me agradó de la obra fue la complicidad que establece el autor con el lector. A lo largo del libro, Joyce deja muchas frases inconclusas, particularmente de los pensamientos que realizan sus personajes, que el propio lector debe hacer el ejercicio de completar para mantener la ilación.
Por otra parte, el diseño “circular” de la narración resulta original. En cada episodio se van dando sutilmente, como al pasar, algunos detalles acerca de otros personajes que toman protagonismo en episodios anteriores o posteriores, de manera que, si se es observador, se van completando la descripción de los mismos. Y así se teje una serie de interrelaciones que realzan el sentido de la narración.
Es digno de comentarse que el último capítulo está escrito sin signos de puntuación –¡su lectura es todo un esfuerzo de concentración!-, en ocho párrafos, lo que debe haber inspirado a no pocos autores posteriores.
Si bien su lenguaje por momentos es tedioso y abstruso –más en una traducción castellana de un original inglés, donde se ponen de manifiesto las dificultades de traslado de modismos de una lengua a otra-, no deja de ser interesante como recreación de un mito.